"¿Pero cómo establecería usted ese sistema de maestros     
ambulantes de que en libro alguno de educación hemos visto menciones,   
  y usted aconseja en uno de los números de La América, del año     
pasado que tengo a la vista?" —Esto se sirve preguntarnos un entusiasta 
    caballero de Santo Domingo. 
Le diremos en breve que la cosa importa, y no la forma en que se haga.
Hay
 un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí,    
 y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación     
espiritual y la grandeza patria.
Es necesario mantener a los hombres en el conocimiento de la tierra y en     el de la perdurabilidad y trascendencia de la vida.
Los
 hombres han de vivir en el goce pacífico, natural e inevitable     de 
la Libertad, como viven en el goce del aire y de la luz.
Está 
condenado a morir un pueblo en que no se desenvuelven por igual     la 
afición a la riqueza y el conocimiento de la dulcedumbre, necesidad     y
 placeres de la vida.
Los hombres necesitan conocer la 
composición, fecundación,     transformaciones y aplicaciones de los 
elementos materiales de cuyo laboreo     les viene la saludable 
arrogancia del que trabaja directamente en la naturaleza,     el vigor 
del cuerpo que resulta del contacto con las fuerzas de la tierra,     y 
la fortuna honesta y segura que produce su cultivo.
Los hombres 
necesitan quien les mueva a menudo la compasión en el     pecho, y las 
lágrimas en los ojos, y les haga el supremo bien de sentirse     
generosos: que por maravillosa compensación de la naturaleza, aquel     
que se da, crece; y el que se repliega en sí, y vive de pequeños     
goces, y teme partirlos con los demás, y sólo piensa avariciosamente    
 en beneficiar sus apetitos, se va trocando de hombre en soledad, y 
lleva en     el pecho todas las canas del invierno, y llega a ser por 
dentro, y a parecer     por fuera, —insecto.
Los hombres crecen,
 crecen físicamente, de una manera visible crecen,     cuando aprenden 
algo, cuando entran a poseer algo, y cuando han hecho algún     bien.
Sólo los necios hablan de desdichas, o los egoístas. La felicidad     
existe sobre la tierra; y se la conquista con el ejercicio prudente de 
la     razón, el conocimiento de la armonía del universo, y la práctica 
    constante de la generosidad. El que la busque en otra parte, no la 
hallará:     que después de haber gustado todas las copas de la vida, 
sólo     en ésas se encuentra sabor. —Es leyenda de tierras de 
Hispanoamérica     que en el fondo de las tazas antiguas estaba pintado 
un Cristo, por lo que     cuando apuran una, dicen: "¡Hasta verte, 
Cristo mío!"     ¡Pues en el fondo de aquellas copas se abre un ciclo 
sereno, fragante,     interminable, rebosante de ternura!
Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
Ser culto es el único modo de ser libre.
Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero     para ser bueno.
Y
 el único camino abierto a la prosperidad constante y fácil     es el de
 conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables
     de la naturaleza. La naturaleza no tiene celos, como los hombres. 
No tiene     odios, ni miedo como los hombres. No cierra el paso a 
nadie, porque no teme     de nadie. Los hombres siempre necesitarán de 
los productos de la naturaleza.     Y como en cada región sólo se dan 
determinados productos, siempre     se mantendrá su cambio activo, que 
asegura a todos los pueblos la comodidad     y la riqueza.
No 
hay, pues, que emprender ahora cruzada para reconquistar el Santo 
Sepulcro.     Jesús no murió en Palestina, sino que está vivo en cada   
  hombre. La mayor parte de los hombres ha pasado dormida sobre la 
tierra. Comieron     y bebieron; pero no supieron de sí. La cruzada se 
ha de emprender ahora     para revelar a los hombres su propia 
naturaleza, y para darles, con el conocimiento     de la ciencia llana y
 práctica, la independencia personal que fortalece     la bondad y 
fomenta el decoro y el orgullo de ser criatura amable y cosa viviente   
  en el magno universo.
He ahí, pues, lo que han de llevar los 
maestros por los campos. No     sólo explicaciones agrícolas e 
instrumentos mecánicos;     sino la ternura, que hace tanta falta y 
tanto bien a los hombres.
El campesino no puede dejar su trabajo
 para ir a sendas millas a ver figuras     geométricas incomprensibles, y
 aprender los cabos y los ríos     de las penínsulas del Africa, y 
proveerse de vacíos términos     didácticos. Los hijos de los campesinos
 no pueden apartarse leguas     enteras días tras días de la estancia 
paterna para ir a aprender     declinaciones latinas y divisiones 
abreviadas. Y los campesinos, sin embargo,     son la mejor masa 
nacional, y la más sana y jugosa, porque recibe de     cerca y de lleno 
los efluvios y la amable correspondencia de la tierra, en     cuyo trato
 viven. Las ciudades son la mente de las naciones; pero su corazón,     
donde se agolpa, y de donde se reparte la sangre, está en los campos.   
  Los hombres son todavía máquinas de comer, y relicarios de 
preocupaciones.     Es necesario hacer de cada hombre una antorcha.
¡Pues nada menos proponemos que la religión nueva y los sacerdotes     
nuevos! ¡Nada menos vamos pintando que las misiones con que comenzará   
  a esparcir pronto su religión la época nueva! El mundo está     de 
cambio; y las púrpuras y las casullas, necesarias en los tiempos     
místicos del hombre, están tendidas en el lecho de la agonía.     La 
religión no ha desaparecido, sino que se ha transformado. Por encima    
 del desconsuelo en que sume a los observadores el estudio de los 
detalles     y evolvimiento despacioso de la historia humana, se ve que 
los hombres crecen,     y que ya tienen andada la mitad de la escala de 
Jacob: ¡qué hermosas     poesías tiene la Biblia! Si acurrucado en una 
cumbre se echan los ojos     de repente por sobre la marcha humana, se 
verá que jamás se     amaron tanto los pueblos como se aman ahora, y que
 a pesar del doloroso desbarajuste     y abominable egoísmo en que la 
ausencia momentánea de creencias     finales y fe en la verdad de lo 
Eterno trae a los habitantes de esta época     transitoria, jamás 
preocupó como hoy a los seres humanas la     benevolencia y el ímpetu de
 expansión que ahora abrasa a todos     los hombres. Se han puesto en 
pie, como amigos que sabían uno de otro,     y deseaban conocerse; y 
marchan todos mutuamente a un dichoso encuentro.
Andamos sobre 
las olas, y rebotamos y rodamos con ellas; por lo que no vemos,     ni 
aturdidos del golpe nos detenemos a examinar, las fuerzas que las 
mueven.     Pero cuando se serene este mar, puede asegurarse que las 
estrellas quedarán     más cerca de la tierra. ¡El hombre envainará al 
fin en     el sol su espada de batalla!
Eso que va dicho es lo que
 pondríamos como alma de los maestros     ambulantes. ¡Qué júbilo el de 
los campesinos, cuando viesen     llegar, de tiempo en tiempo, al hombre
 bueno que les enseña lo que     no saben, y con las efusiones de un 
trato expansivo les deja en el espíritu     la quietud y elevación que 
quedan siempre de ver a un hombre amante     y sano! En vez de crías y 
cosechas se hablaría de vez en cuando,     hasta que al fin se estuviese
 hablando siempre, de lo que el maestro enseñó,     de la máquina 
curiosa que trajo, del modo sencillo de cultivar la planta     que ellos
 con tanto trabajo venían explotando, de lo grande y bueno     que es el
 maestro, y de cuándo vendrá, que ya les corre prisa,     para 
preguntarle lo que con ese agrandamiento incesante de la mente puesta   
  a pensar, ¡les ha ido ocurriendo desde que empezaron a saber algo! 
¡Con     qué alegría no irían todos a guarecerse dejando palas     y 
azadones, a la tienda de campaña, llena de curiosidades, del maestro!  
Cursos
 dilatados, claro es que no se podrían hacer; pero sí,     bien 
estudiadas por los propagadores, podrían esparcirse e impregnarse     
las ideas gérmenes. Podría abrirse el apetito del saber. Se     daría el
 ímpetu.
Y ésta sería una invasión dulce, hecha de acuerdo con  
   lo que tiene de bajo e interesado el alma humana; porque como el 
maestro les     enseñaría con modo suave cosas prácticas y provechosas, 
    se les iría por gusto propio sin esfuerzo infiltrando una ciencia 
que     comienza por halagar y servir su interés; —que quien intente    
 mejorar al hombre no ha de prescindir de sus malas pasiones, sino 
contarlas     como factor importantísimo, y ver de no obrar contra 
ellas, sino con     ellas.
No enviaríamos pedagogos por los 
campos, sino conversadores. Dómines     no enviaríamos, sino gente 
instruida que fuera respondiendo a las dudas     que los ignorantes les 
presentasen o las preguntas que tuviesen preparadas     para cuando 
vinieran, y observando dónde se cometían errores     de cultivo o se 
desconocían riquezas explotables, para que revelasen     éstas y 
demostraran aquéllos, con el remedio al pie de la demostración.
En
 suma, se necesita abrir una campaña de ternura y de ciencia, y     
crear para ella un cuerpo, que no existe, de maestros misioneros.
La escuela ambulante es la única que puede remediar la ignorancia     campesina.
Y
 en campos como en ciudades, urge sustituir al conocimiento indirecto y 
    estéril de los libros, el conocimiento directo y fecundo de la 
naturaleza.
¡Urge abrir escuelas normales de maestros prácticos,
 para regarlos     luego por valles, montes y rincones, como cuentan los
 indios del Amazonas     que para crear a los hombres y a las mujeres, 
regó por toda la tierra     las semillas de la palma moriche el Padre 
Amalivaca!
Se pierde el tiempo en la enseñanza elemental 
literaria, y se crean     pueblos de aspiradores perniciosos y vacíos. 
El sol no es más     necesario que el establecimiento de la enseñanza 
elemental científica.
La América, Nueva York, mayo de
 1884, Obras     completas. Volumen VIII. La Habana: Editorial     
Nacional de Cuba, 1963. 288-92.
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